miércoles, 28 de abril de 2010

.epilogue1.

11:44 p.m. 27/05/2002

Una vieja plaza. Un árbol milenario. Hojas caídas que acarician los rayos de atardecer que se filtran por sus ramas. Una fuente de amor totalmente desolada por la indiferencia de los ojos que la ven. Seguro que jamás habrá pasado por sus cabezas llenas de insípidas ideas, que la majestuosidad, la imponencia innata y perenne resguardada por su tronco, el húmedo y acogedor ambiente creado por la sombra de sus brazos de madera extendidos hacia el aire, hizo posible la felicidad de muchos mortales. Daría lo que queda de mi existencia por poder vivir eternamente los momentos más gloriosos de mi vida en su presencia. No podría dejar de recordar, con ansia infinita, todo ese mar de emociones, algunas contrariadas y otras sin límite, que recorrieron mis sentidos más de una vez, que me hicieron vivir intensamente una de las experiencias más etéreas y a la vez palpable: amar.

En otro cuerpo. En otra alma. Amar sin ningún tipo de reservas. Amar porque lo necesitas para vivir. Amar lo que haces, lo que deseas, lo que tienes, y lo que nunca tendrás. Amar en la mirada hacia la inmensidad del cielo lúgubre adornado con destellos de luz parpadeante. Amar con la seguridad de saberse encontrado, de saberse presente en otro pensamiento. Amar hasta el cansancio. Amar por lo que ha pasado, lo que pasa, lo que aún no pasa, y lo que nunca pasará. Amar con los cinco sentidos, y haciendo del amor el sexto. Amar con un desenfreno tal que pueda lograr lo imposible: tener en uno tu todo.

Quiera Dios que cuando muera, muera de amor. Que muera amado y amando. Por si muero de amor, al menos sabré que dejaré este mundo sintiendo que muero de una enfermedad de la que jamás quise curarme. Que nadie jamás en esta faz, consiga saber el secreto del amor, porque si así fuera, dejaría de ser una bella y endulzante intriga, y ese interés por amar desaparecería. Y con él se irían todos los sueños, las esperanzas, los recuerdos, y la vida.

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